El feminismo tiene mala prensa, eso lo sabemos. Se habla de odio a los hombres, se habla de intolerancia y de extremismo. Quienes vemos el feminismo en acción, quienes nos contamos entre sus filas, sabemos de su importancia y de sus conquistas. Antes del feminismo las mujeres no votábamos. Antes del feminismo no podíamos divorciarnos. Antes del feminismo no se hablaba de derechos sexuales y reproductivos. Antes del feminismo no se cuestionaba la maternidad como mandato, ni la división sexual del trabajo. Antes del feminismo no comprendíamos que lo personal es político, y ha sido gracias al feminismo que luchamos para que ni el Estado, ni la Iglesia ni ninguna persona decidan sobre nuestros cuerpos. Muchos temas sobre los que no se hablaba, y aún hoy existen temas silenciados, sobre los que nada se dice o, tal como sucede con el feminismo, se reproducen mitos y estereotipos.
Las mujeres que estamos organizadas, que salimos a la calle a exigir nuestros derechos, también sabemos que nos somos todas iguales, que no pensamos igual, que hay cuestiones que nos dividen. Esto no es una novedad, pasó dentro del feminismo cuando se encontró con que la lucha de las mujeres blancas portavoces del movimiento era muy diferente a la realidad de las mujeres afrodescendientes, o las necesidades de las mujeres heterosexuales y las prioridades de las lesbianas, o la violencia y exclusión sufrida por las mujeres transexuales incluso al interior del movimiento. El pensamiento y el activismo son dinámicos, y las reivindicaciones se fueron articulando para conseguir reflejar las necesidades urgentes de los diferentes colectivos que pueden autodenominarse como feministas.
Es que así como no hay una definición de mujer que pueda nuclearnos a todas, tampoco hay una de feminismo que dé cuenta de nuestras militancias. Sobre una base de consenso, reconociendo nuestras diferencias, hemos logrado construir diversos feminismos que han sabido articular estratégicamente sus luchas a lo largo de los años. En lo que sin dudas concordamos como movimiento es en que las voces de las mujeres no pueden seguir acalladas, en que el silencio no es salud, en que fuimos condenadas al interior, a lo privado, a nuestras casas por demasiado tiempo. Respetamos a cada compañera, escuchamos su experiencia personal, entendemos que la historia de una no es la historia de todo un colectivo, sabemos que los derechos no pueden negarse, que si no garantizamos acceso a los derechos humanos entonces no son derechos universales sino privilegios.
Es por todo esto que escribimos estas líneas. Porque por demasiado tiempo las trabajadoras sexuales estuvimos relegadas a una zona roja que en realidad es gris: en los bordes de la legalidad, en los bordes de la marginalidad. Se dice que somos la “profesión más antigua” pero también aparecemos como un secreto mal guardado, una vergüenza a la (doble) moral y las buenas (y santas) costumbres. Las trabajadoras sexuales no queremos escondernos más. Nos organizamos para visibilizar las condiciones precarias a las que la clandestinidad nos empuja, para exigir que nuestra existencia deje de ser silenciada y nuestras voluntades ignoradas. Y en esa lucha, que se dirige a los Estados, a las fuerzas policiales, al sistema de salud y judicial, a la prensa, nos encontramos con la necesidad de hablarles también a nuestras compañeras feministas abolicionistas. No vamos a ser cómplices silenciosas de la hipocresía que defiende la igualdad y la libertad para todes pero nos retrata como víctimas sin voluntad o poder de decisión. Qué clase de feminismo es ese que quiere darle el poder a una mujer para decidir lo que es mejor para la otra, sin oírla, sin respetar su voz. ¿Qué no era, acaso, un movimiento para nuestra autodeterminación? ¿Qué no es el derecho a decidir sobre nuestro propio cuerpo un punto fundamental del feminismo? ¿Qué no debemos ser las propias mujeres quienes recuperemos la palabra y hablemos por nosotras mismas? ¿Dónde queda, en este contexto, la sororidad?
Estamos acostumbradas a que nuestra voz se descalifique: ni la policía ni la justicia toman en serio nuestras denuncias, nos matan y nadie va preso, nos violan y a nadie le importa. El silencio de otras compañeras feministas, que tanto luchan por igualdad de derechos y oportunidades para otros colectivos, nos duele. Estamos solas cuando denunciamos el asesinato de nuestras dirigentes y activistas. Sandra Cabrera, “Karla” Angélica Quintanilla, y más de trescientas muertas en los últimos 10 años. Todos crímenes que permanecen impunes y asesinos que siguen sueltos. Mientras marchamos solas, con el silencio ajeno que pesa con su estigma, su sanción y su desprestigio. Ese rechazo a veces duele más que los golpes a los que la vida nos ha acostumbrado: que una compañera feminista, que sabe la violencia que sufrimos las mujeres en general y las trabajadoras sexuales en particular, se oponga a nuestra lucha, nos tilde de proxenetas, invalide nuestro deseo, anule nuestra voluntad, desautorice nuestro poder. Que no se sensibilice al oír cómo son pisoteados nuestros derechos por los Estados y las instituciones que deberían garantizarlos: nuestro derecho al trato igualitario y no discriminatorio, al trabajo, a la seguridad, la libertad, a la determinación sobre nuestros cuerpos, a la salud sexual, y a la intimidad. En toda Latinoamérica y el Caribe hay leyes que nos impiden trabajar, códigos de faltas que sirven de excusa para detenernos infundadamente, extorsionarnos, robarnos, violarnos. La policía se lleva lo poco que tenemos, dejándonos en la más absoluta desprotección porque a nadie le importa lo que le pasa a una trabajadora sexual.
Creemos, entonces, que es necesario que clarifiquemos algunos conceptos:
– No somos pasivas, objetos del goce ajeno. Somos mujeres mayores de edad que decidimos sobre nuestras vidas, nuestros cuerpos y nuestra profesión de manera autónoma.
– No somos víctimas ni queremos ser rescatadas. La trata de personas con fines de explotación sexual existe y es un crimen al que hay que poner fin. Confundir trata y trabajo sexual no aporta a este objetivo, solamente lleva a que se ejecuten mal los recursos, se encarcele a personas inocentes, se intente “recuperar” a quien no le interesa ser “salvada” y mientras tanto las redes de trata y sus líderes sigan impunes.
– El trabajo sexual no es ilegal, lo que es ilegal es que no obtengamos ningún tipo de seguridad social por su ejecución: no podemos jubilarnos, no accedemos a obra social, ni siquiera podemos aspirar a una cuenta bancaria, mucho menos a un crédito. No accedemos a ningún derecho laboral.
Es innegable que debemos unirnos en contra de la explotación (sea laboral o sexual), en contra del tráfico de personas (sean hombres, mujeres, niños o niñas, para cualquier fin), en contra de todo tipo de violencia ejercido contra las mujeres, en contra del machismo que mata cotidianamente. El único camino para avanzar en la lucha, para conseguir nuestras demandas, es unidas, escuchando los deseos y realidades de cada una, entendiendo que la criminalización y la clandestinidad tienen consecuencias nefastas, ya sea que hablemos de aborto como de trabajo sexual. ¿Se han puesto a pensar cuáles son las consecuencias concretas en nuestra cotidianeidad de condenarnos a la clandestinidad?
La violencia no es condición del trabajo sexual si podemos establecer leyes que nos protejan como trabajadoras, en cuya elaboración podamos ser parte. Reconociendo nuestros derechos y dándonos el tan necesario marco legal es como evitaremos la constante vulneración que sufrimos, como lograremos quebrar con el estigma que nos muestra como meros pedazos de carne que los hombres utilizan. Reconocernos como trabajadoras es respetarnos como sujetas de derechos, dejar de ignorarnos y desvalorizarnos.
Las mujeres no somos ciudadanas de segunda, esto que resulta obvio hoy no lo sería sin el trabajo del feminismo. Las trabajadoras sexuales no somos personas sin deseo ni voluntad propia. Somos mujeres, estamos organizadas, conocemos nuestros derechos. Queremos lo mejor para nosotras, para nuestros hijos, para nuestras familias y para todas las mujeres. Ser feminista es luchar por la igualdad de los derechos entre los sexos, sabiendo que la posibilidad de que todas podamos elegir nos va a enfrentar con que podamos elegir diferentes cosas… y la elección de una no es la de todas.
El cuidado, el respeto y el reconocimiento de la otra empiezan por escucharnos. Te invitamos, hermana abolicionista, a que nos escuches.